Gallito Ciego Novela Vigésimo Novena Entrada.
El vehículo se detuvo. Los vidrios polarizados
no dejaban ver con claridad sus ocupantes. Sus balizas se encendieron y marcha
atrás estacionó casi enfrente al bar. El mozo que había visto mi actitud me
observaba desconfiado. Noté como se acercaba al teléfono y buscaba algo bajo la
barra. En un instante de la trastienda emergieron dos muchachos que
evidentemente trabajaban en la cocina. Estos me miraban en forma directa. Uno
de ellos tenía en su mano uno de esos cuchillos rectangulares que usan los
orientales para cortar pescado. Respiré hondo, realmente me sorprendía que
después de haber frecuentado con cierta regularidad ese local, me observaran de
ésa forma. La puerta del conductor del Siena se abrió, un hombre de unos
cuarenta años corpulento, de pelo casi rapado, semicano, bajó. Vestía una
campera de cuero gris cerrada con un cierre hasta el cuello. Caminó por delante
del coche y subió a la vereda miró hacia ambos lados. Luego miró hacia el bar.
Golpeó el vidrio de la puerta trasera con su dedo índice doblado y éste bajo unos
escasos centímetros. El hombre se agachó y habló unas palabras con los
ocupantes del asiento trasero. Mi corazón empezó a latir rápidamente y sentí un
ligero temblor en las piernas. Los tres muchachos detrás de la barra
conversaban entre sí aparentemente se habían tranquilizado. No obstante uno de
ellos amagó a dirigirse hacia mí. Ahora el de la campera gris miraba
directamente hacia el bar . Volvió a agacharse y con su mano izquierda
levemente extendida señaló hacia el local. Se volvió a erguir era más alto que
lo que yo había pensado cuando bajó del auto. El vidrio polarizado volvió a
cerrarse. El tipo guardó sus manos en los bolsillos laterales y cruzó la vereda
hacia la puerta. La abrió suavemente y
mirando a los escasos comensales se
dirigió hacia los muchachos que estaban en la barra. Yo me introduje dentro del
baño y atisbé por una pequeña hendidura entre la hoja y el marco. Miré si había
alguna ventana que diera a los fondos. En las películas siempre había una y
cuando los malditos entraban solo veían una cortina moverse mecida por el
viento. Me había metido en mi propia trampa. Estaba atrapado. Repentinamente el
hombre se alejó hacia la puerta y los dos muchachos de camisa, incluido el del
cuchillo volvieron a la trastienda. El mozo echó una rápida ojeada hacia la
mampara al parecer le tranquilizó no verme. Me apuré a salir. Cuando giro hacia
la puerta veo al tipo acercarse con tres ancianas. Me sonreí nuevamente. Estaba
realmente paranoico. En ése mismo instante una vibración estimuló la piel de mi
muslo derecho. Introduje la mano en el bolsillo y extraje mi celular. Era la
respuesta de Selene. Después de todo no parecía resentida. Me esperaba a
las veintidós treinta. Ya en la vereda
caminé unos pocos metros hasta la esquina de Bogotá y decidí no regresar a la
redacción. Detuve un taxi y me dirigí hacia la cerrajería de la calle
Venezuela, ése día había salido sin el auto. Acostumbraba hacer eso dos o tres
veces por semana. Desde dos mil uno hacía aquí, se habían incrementado el
número de piquetes, protestas y cortes de calle lo que nos hacía muy difícil el
tránsito a los automovilistas en muchas oportunidades. Los primeros piquetes eran una imagen que
veíamos en la televisión: en la lejana
Salta o en la
Patagonia. Pero nunca imaginamos que se transformarían en
parte del paisaje cotidiano de Buenos Aires. Si bien es bueno aclarar, como decía muchas veces
García , que piquetes eran aquellos, los originales. Luego fueron perdiendo su
espontaneidad y su singularidad de asambleas populares. De asambleas de un pueblo excluido y desesperado. Al final de
la experiencia neoliberal de los noventa, los piquetes tenían esa
característica. Eran puros auténticos. Cuando el presidente farandulesco,
tomaba champaña, regalaba ordenadores a escuelas sin corriente eléctrica y nos
invitaba a viajar a tomar el té a Japón por la estratosfera. Ya no lo son tanto. Hoy, muchos de ésos
movimientos han prestado sus dirigentes a distintos organismos estatales y se
han constituido en gerenciadoras de planes sociales. En eso tiene razón
García. Más allá de todos los defectos
que tenga el gordo, en eso tiene razón.
Por eso trato de salir sin el auto dos o tres veces por semana. Buenos Aires además tiene un transporte público muy bueno, al menos
durante el día. Se puede optar entre ir
hacinado en un colectivo urbano o en un subterráneo. Y si venimos del conurbano podemos hacerlo en
maravillosos trenes suburbanos, de cercanías como dirían los españoles. Qué
incluso nos brindan la oportunidad de vivir la aventura de llegar sanos a
nuestro destino y si somos afortunados, sin haber sido robados. Por eso decidí
tomar un taxi. A pesar de la queja de mi bolsillo. A la paranoia de momentos
atrás lo seguían ahora estos momentos en que me sentía extrañamente feliz. Como invadido por el efecto de una droga
euforizante. Debía contener mi euforia que muchas veces me lleva a cometer
groseros errores. Groseros errores de
evaluación. Cómo el de Videla.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario