viernes, 22 de junio de 2012

Gallito Ciego Novela. Vigésimo Novena Entrada

Gallito Ciego Novela Vigésimo Novena Entrada.

 El vehículo se detuvo. Los vidrios polarizados no dejaban ver con claridad sus ocupantes. Sus balizas se encendieron y marcha atrás estacionó casi enfrente al bar. El mozo que había visto mi actitud me observaba desconfiado. Noté como se acercaba al teléfono y buscaba algo bajo la barra. En un instante de la trastienda emergieron dos muchachos que evidentemente trabajaban en la cocina. Estos me miraban en forma directa. Uno de ellos tenía en su mano uno de esos cuchillos rectangulares que usan los orientales para cortar pescado. Respiré hondo, realmente me sorprendía que después de haber frecuentado con cierta regularidad ese local, me observaran de ésa forma. La puerta del conductor del Siena se abrió, un hombre de unos cuarenta años corpulento, de pelo casi rapado, semicano, bajó. Vestía una campera de cuero gris cerrada con un cierre hasta el cuello. Caminó por delante del coche y subió a la vereda miró hacia ambos lados. Luego miró hacia el bar. Golpeó el vidrio de la puerta trasera con su dedo índice doblado y éste bajo unos escasos centímetros. El hombre se agachó y habló unas palabras con los ocupantes del asiento trasero. Mi corazón empezó a latir rápidamente y sentí un ligero temblor en las piernas. Los tres muchachos detrás de la barra conversaban entre sí aparentemente se habían tranquilizado. No obstante uno de ellos amagó a dirigirse hacia mí. Ahora el de la campera gris miraba directamente hacia el bar . Volvió a agacharse y con su mano izquierda levemente extendida señaló hacia el local. Se volvió a erguir era más alto que lo que yo había pensado cuando bajó del auto. El vidrio polarizado volvió a cerrarse. El tipo guardó sus manos en los bolsillos laterales y cruzó la vereda hacia la puerta.  La abrió suavemente y mirando a  los escasos comensales se dirigió hacia los muchachos que estaban en la barra. Yo me introduje dentro del baño y atisbé por una pequeña hendidura entre la hoja y el marco. Miré si había alguna ventana que diera a los fondos. En las películas siempre había una y cuando los malditos entraban solo veían una cortina moverse mecida por el viento. Me había metido en mi propia trampa. Estaba atrapado. Repentinamente el hombre se alejó hacia la puerta y los dos muchachos de camisa, incluido el del cuchillo volvieron a la trastienda. El mozo echó una rápida ojeada hacia la mampara al parecer le tranquilizó no verme. Me apuré a salir. Cuando giro hacia la puerta veo al tipo acercarse con tres ancianas. Me sonreí nuevamente. Estaba realmente paranoico. En ése mismo instante una vibración estimuló la piel de mi muslo derecho. Introduje la mano en el bolsillo y extraje mi celular. Era la respuesta de Selene. Después de todo no parecía resentida. Me esperaba a las  veintidós treinta. Ya en la vereda caminé unos pocos metros hasta la esquina de Bogotá y decidí no regresar a la redacción. Detuve un taxi y me dirigí hacia la cerrajería de la calle Venezuela, ése día había salido sin el auto. Acostumbraba hacer eso dos o tres veces por semana. Desde dos mil uno hacía aquí, se habían incrementado el número de piquetes, protestas y cortes de calle lo que nos hacía muy difícil el tránsito a los automovilistas en muchas oportunidades.  Los primeros piquetes eran una imagen que veíamos en la televisión:  en la lejana Salta o en la Patagonia. Pero nunca imaginamos que se transformarían en parte del paisaje cotidiano de Buenos Aires. Si bien  es bueno aclarar, como decía muchas veces García , que piquetes eran aquellos, los originales. Luego fueron perdiendo su espontaneidad y su singularidad de asambleas populares. De asambleas de  un pueblo excluido y desesperado. Al final de la experiencia neoliberal de los noventa, los piquetes tenían esa característica. Eran puros auténticos. Cuando el presidente farandulesco, tomaba champaña, regalaba ordenadores a escuelas sin corriente eléctrica y nos invitaba a viajar a tomar el té a Japón por la estratosfera.  Ya no lo son tanto. Hoy, muchos de ésos movimientos han prestado sus dirigentes a distintos organismos estatales y se han constituido en gerenciadoras de planes sociales. En eso tiene razón García.  Más allá de todos los defectos que tenga  el gordo, en eso tiene razón. Por eso trato de salir sin el auto dos o tres veces por semana.  Buenos Aires además tiene un  transporte público muy bueno, al menos durante el  día. Se puede optar entre ir hacinado en un colectivo urbano o en un subterráneo.  Y si venimos del conurbano podemos hacerlo en maravillosos trenes suburbanos, de cercanías como dirían los españoles. Qué incluso nos brindan la oportunidad de vivir la aventura de llegar sanos a nuestro destino y si somos afortunados, sin haber sido robados. Por eso decidí tomar un taxi. A pesar de la queja de mi bolsillo. A la paranoia de momentos atrás lo seguían ahora estos momentos en que me sentía extrañamente feliz.  Como invadido por el efecto de una droga euforizante. Debía contener mi euforia que muchas veces me lleva a cometer groseros errores.  Groseros errores de evaluación. Cómo el de Videla.  

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