Su proteiformidad no era solo
retórica. Sus actitudes, toda ella era cambiante. Como si un prestidigitador ejerciera sobre ella sus habilidades. Así era la negra. Lo supe poco después de
conocerla, pasado el deslumbramiento inicial.
Comencé a respetarla, a veces casi a temerle.
Ella era como un antivirus. Una
especie de linfocito antropoide. La
última vez que la vi, por aquellos años, fue antes de lo de la balsa a cadena
en Villa Urquiza, ella coordinó no sé que. Me enteré al tiempo. Porque no todos
sabíamos todo. No era seguro ni conveniente. Además eso lo hicieron los de la U
1 de Santa Fe. Lo supe después.
Yo para ésa fecha estaba en
Corrientes desde hacía ya unos días.
Fue cuando el antivirus, el
leucocito, detectó dos organismos patógenos: Serra y Videla. Seguí hacia el norte. De algún lado y
seguramente recordando nuestras noches de placer, ella me llamó a la casa de un
amigo y me dijo aquello: “La vida es como un vino, Horacio, nunca terminas de
saborearla, pero no te la bebas a fondo blanco.” Luego comenzó el hiato entre los dos. Y
también el interregno, ése de la sangre, las mazmorras, la arbitrariedad, la
tablita, el mundial, las urnas guardadas, Malvinas, un borracho diciendo que si
quieren venir que vengan. Y la recua de sublevados que asaltó el poder,
pavoneándose en los desfiles de los días patrios. Y vuelos de la muerte y
muerte y muerte y muerte. Trincheras congeladas y gangrena. Un país con
gangrena. Líderes que defeccionan.
Escondidos en alcantarillas. Traidores. Espantajos exiliados que guían al
matadero. Gusanos de uniforme y de civil. El fusilado de la Higuera por esos años se
debe haber revuelto en su tumba de Vallegrande. Él tampoco tiene manos.