XV El mago y el
cerrajero.
Cuando ví que se lo llevaban, supe
que era alguien que buscaba respuestas. Yo tengo esa capacidad. Sobre todo al atardecer,
se exacerba. Por eso el rostro de aquel muchacho quedó nítido en mi memoria.
Como en un espejo. Y lo vi rodeado de
las imágenes del espanto. Esas que proliferan en esos huecos inmundos. Que
habitan en residencias invadidas por los miasmas del mal. Que tironean los
harapos fétidos de la muerte para que vuelva su rostro hacia nosotros. Los que
sueñan con los frutos de los abismos. Los que tienen su alma invadida por las
sombras. Percibí a aquel muchacho. El de mi espejo. Como a un adolescente inocente
adentrándose en un bosque maldito. Y su imagen me rondó. Por muchos días lo ví
en sueños y lo recordé en vigilias. Buscaba respuestas. Respuestas que escapan
al campo de la razón. Aún de las realidades más oscuras. Instrumento involuntario de fuerzas
encontradas. Cuando ví que se lo llevaban lo supe. Pero callé . Permanecí
sentado en las penumbras de mi habitación de la cual casi nunca salgo. Pero no
pude huir de mi espejo. Y su rostro volvió una y otra vez como reclamando. Por
momentos cerraba mis ojos con toda la fuerza de mis párpados y apretaba mi
cabeza con mis manos, para extirpar aquella imagen de mi memoria. Ese tumor especular desde el que me
preguntaba. Vi al maestro negro con sus rizos blancos sonriente tras él. A su
espalda. Y vi al elegido a su lado. Y percibí el olor nauseabundo, de sus almas
podridas. De vez en cuando la ronca voz de Iñaki me arrancaba de mis
pensamientos. Me dejaba la comida en una bandeja. Siempre prolija. Y quedaba
largos ratos mirándome sin decir palabra. Iñaki era mi cancerbero. Mi guardián
quien tamizaba mi contacto con la realidad. Con el afuera. ¿Por qué no habrá
cerrado la puerta esa tarde? ¿Por qué no
me habrá protegido de esta inquietud que me consume? Trato de concentrarme.
Trato de hacer retroceder al maestro negro. Trato. Me parece que mis fuerzas no
son suficientes para enfrentar tanto poder. Tenebroso poder. Escucho, a mi
alrededor, un batir de parches. Manos
que golpean el cuero con ritmo monótono. Pies que se mueven descalzos sobre la
arena y las piedras. Cuchillos sacramentales que marcan la piel, que
transforman. Que convierten en pasajeros del inframundo, en vigías y
mensajeros. Parches que baten la noche. Que horadan mis oídos. Trato de
concentrarme y el maestro negro que se
intuye en las sombras de los arbustos. Presencia invisible. Poco a poco trato
de localizarlo, de ver sus ojos inyectados de sangre. Su pelambre blanca sin
tiempo. Y me canso. Me canso y veo al de
mi espejo tirado en el piso. Como dormido. Y trato. Y la voz de Iñaki que
perfora las tinieblas de ésa noche. Y me rescata. Alargo mi mano y la poso en su rostro. Él
permanece serio mirándome como de otra parte. “Papá descansa” me dice y me
sumerjo en mis sueños inquietos. Y la imagen del muchacho me persigue. Y
despierto sudoroso en medio de la noche, escuchando la respiración acompasada
de mi hijo. Iñaki mi cancerbero. Mi vigía. Mi guardián. El que olvidó la puerta
abierta. Para que yo pudiera ver al que busca las respuestas. Al que será
arrastrado al infierno, ignorante de su destino. Y los parches que se acercan
como el traqueteo de un tren.