miércoles, 23 de julio de 2014

Gallito Ciego. Novela. Cuadragésimo Séptima Entrada

Comparto otro  pedacito de Gallito Ciego.  Quizás se van ordenando los caramelos...




XV  El mago y el cerrajero.


Cuando ví que se lo llevaban, supe que era alguien que buscaba respuestas. Yo tengo esa capacidad. Sobre todo al atardecer, se exacerba. Por eso el rostro de aquel muchacho quedó nítido en mi memoria. Como en un espejo.  Y lo vi rodeado de las imágenes del espanto. Esas que proliferan en esos huecos inmundos. Que habitan en residencias invadidas por los miasmas del mal. Que tironean los harapos fétidos de la muerte para que vuelva su rostro hacia nosotros. Los que sueñan con los frutos de los abismos. Los que tienen su alma invadida por las sombras. Percibí a aquel muchacho. El de mi espejo. Como a un adolescente inocente adentrándose en un bosque maldito. Y su imagen me rondó. Por muchos días lo ví en sueños y lo recordé en vigilias. Buscaba respuestas. Respuestas que escapan al campo de la razón. Aún de las realidades más oscuras.  Instrumento involuntario de fuerzas encontradas. Cuando ví que se lo llevaban lo supe. Pero callé . Permanecí sentado en las penumbras de mi habitación de la cual casi nunca salgo. Pero no pude huir de mi espejo. Y su rostro volvió una y otra vez como reclamando. Por momentos cerraba mis ojos con toda la fuerza de mis párpados y apretaba mi cabeza con mis manos, para extirpar aquella imagen de mi memoria.  Ese tumor especular desde el que me preguntaba. Vi al maestro negro con sus rizos blancos sonriente tras él. A su espalda. Y vi al elegido a su lado. Y percibí el olor nauseabundo, de sus almas podridas. De vez en cuando la ronca voz de Iñaki me arrancaba de mis pensamientos. Me dejaba la comida en una bandeja. Siempre prolija. Y quedaba largos ratos mirándome sin decir palabra. Iñaki era mi cancerbero. Mi guardián quien tamizaba mi contacto con la realidad. Con el afuera. ¿Por qué no habrá cerrado la puerta  esa tarde? ¿Por qué no me habrá protegido de esta inquietud que me consume? Trato de concentrarme. Trato de hacer retroceder al maestro negro. Trato. Me parece que mis fuerzas no son suficientes para enfrentar tanto poder. Tenebroso poder. Escucho, a mi alrededor,  un batir de parches. Manos que golpean el cuero con ritmo monótono. Pies que se mueven descalzos sobre la arena y las piedras. Cuchillos sacramentales que marcan la piel, que transforman. Que convierten en pasajeros del inframundo, en vigías y mensajeros. Parches que baten la noche. Que horadan mis oídos. Trato de concentrarme  y el maestro negro que se intuye en las sombras de los arbustos. Presencia invisible. Poco a poco trato de localizarlo, de ver sus ojos inyectados de sangre. Su pelambre blanca sin tiempo. Y me canso. Me canso  y veo al de mi espejo tirado en el piso. Como dormido. Y trato. Y la voz de Iñaki que perfora las tinieblas de ésa noche. Y me rescata.  Alargo mi mano y la poso en su rostro. Él permanece serio mirándome como de otra parte. “Papá descansa” me dice y me sumerjo en mis sueños inquietos. Y la imagen del muchacho me persigue. Y despierto sudoroso en medio de la noche, escuchando la respiración acompasada de mi hijo. Iñaki mi cancerbero. Mi vigía. Mi guardián. El que olvidó la puerta abierta. Para que yo pudiera ver al que busca las respuestas. Al que será arrastrado al infierno, ignorante de su destino. Y los parches que se acercan como el traqueteo de un tren.