VI El
Maestro Negro y el chancho
-Maestro
permítame hacerlo por favor.-casi imploré. El otro permaneció callado, como si
no me hubiera escuchado.-Maestro por favor-supliqué nuevamente. No obtuve respuesta. Mi interlocutor continuó en silencio leyendo un libro que
tenía sobre su falda. La pequeña cabeza inclinada hacia abajo. Yo, el hombre,
caminaba de un lado hacia otro de la habitación.-Se lo ruego-dije luego de un
momento. El anciano levantó su cabeza
cubierta de cortos rizos casi blanca por completo y me miró con sus ojos inyectados. Tomó el libro lo dejó en
el suelo y se puso de pie. Con las manos
entrelazadas en su espalda caminó hacia mí y se detuvo a pocos centímetros de
distancia. -¿Para qué?-me preguntó con
una voz suave. Yo, el hombre, bajé la cabeza y comencé a mover el tronco de un
lado hacia el otro como un niño vergonzoso.-¿Para qué?-volvió a preguntar el
anciano.-Necesito hacerlo maestro-contesté por fin-necesito saber que estamos
cerca de lograrlo. Ansío saber que el momento está cerca. ¡Hace tanto que no
las veo!-casi grité. El viejo levantó su mano derecha a la altura de su cara con la palma hacia
delante en un gesto tranquilizador.-Debes tener fe-me dijo y se dio vuelta
dándome la espalda. Yo, el hombre, puse una mano suavemente sobre el hombro del
viejo, éste giró sobre sus talones y me miró con el semblante transformado en
una mueca de ira.-No me toques, sabes que no puedes tocarme-me dijo-Ya lo sé
maestro, perdón-contesté arrepentido, bajando nuevamente la cabeza.-Está bien,
ya está bien-musitó el viejo en forma casi inaudible, me miró se dio vuelta y
con un gesto de su mano me invitó a seguirlo. Abrió una puerta de madera oscura
y ambos ingresamos en un largo pasillo
en penumbras. Al final del mismo a través de otra puerta más pequeña
descendimos por una escalera apenas iluminada hacia un sótano amplio y húmedo.
El anciano se detuvo ante un mueble enorme que tenía solo una pequeña puerta.
Me miró. Se retiró una llave que colgaba de su cuello y la giró en una cerradura de doble paleta. La
pesada puerta se abrió sin ruido alguno. A través de un cristal y bajo una luz blanquecina, yo, el hombre,
pude ver lo que quería. Solo por un instante. Luego el viejo cerró nuevamente
la puerta del mueble y me dijo- Ahora vete, y no vuelvas si no te llamo- Hizo
un gesto displicente, señalándome que me fuera, como el gesto que hace un padre
a su hijo. Yo, el hombre, me incliné en
una especie de reverencia y subí rápidamente las escaleras alejándome. Ya en la
vereda, yo, el oso Videla, decidí ir a visitar al Chancho Guzmán hacía mucho
que no lo veía. Desde que se había retirado de la fuerza alrededor de 1982, se
había instalado en el interior, creo que en Entre Ríos, en una estancia que
había comprado en Nogoyá o Villaguay.
Pero hacía unas semanas que se encontraba en la ferretería de Gerli. El chancho
siempre me avisaba de sus visitas. Nos juntábamos a recordar viejos tiempos.
Los muchachos manejaban casi todo el negocio, eran duros como su padre. Pero el
chancho no perdía la costumbre de supervisar todo. Él debía tener todo en un
puño. Era su naturaleza de organización y mando. Como en las viejas épocas. Por ahí me parecía
que ya no le interesaba la política como antes. Como si su único interés fueran
los negocios. La verdad que a juzgar por el BMW negro tan mal no le debía ir.
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