Él no tenía la misma fe que yo en el maestro.
No quiero decir que el chancho nos combatiera. No, para nada. Él era solidario con nuestra causa, pero
digamos moralmente. Yo por supuesto no podía revelarle mi papel central en
todos los planes del maestro y de nuestra hermandad. Pero es lógico que
seguramente luego se plegaría a nosotros, en el momento del segundo regreso. El
regreso definitivo. El maestro me ungió a mí por mi fe. Porque yo no me ando con chiquitas. Estábamos
cerca del paso previo. Regresaríamos al que se llevó a su tumba la invocación
secreta, la que él mismo recitó a los
pies de su agonía. Con ese secreto, con esa llave, triunfaríamos. Yo al chancho
nunca le di tantos detalles, no podía revelarle mi papel central. Además
tampoco supe como lo tomaría él, para él sus subordinados, siempre son
subordinados. Así era el chancho. Además yo tenía un buen pasar el empleo que
me dieron como jefe del cementerio,
tenía un buen sueldo. Era útil también a mis fines, como me aconsejó el
maestro. Y algo tenía guardado, algunas propiedades y otras cositas que las
manejaba con mi cuñado. Pero claro el chancho era una potencia, en una
oportunidad nos invitó a cazar a su
estancia, o una de ellas quien sabe, ¡una mansión! Nos atendieron a cuerpo de rey. Pero claro a
los dos días el chancho tuvo que viajar de urgencia a Paraguay en una avioneta
que salía de ahí mismo y nos llevó a la ruta a tomar el colectivo de nuevo a
Buenos Aires. El chancho es así. Pero buen tipo. Claro que sea buen tipo no
quiere decir que uno pueda confiarle todo. Cuando llegué a la ferretería
estacioné mi megane en el playón al lado de uno de los camiones de reparto de
materiales. Cerré con llave. Hoy la inseguridad es terrible. ¡Hay que poner
orden carajo! Pensé. Cuando abrí la puerta de blindex polarizado pude verlo en
una de las oficinas del fondo, caminé esquivando los distintos modelos de baños
expuestos sobre tarimas, las pirámides de palas, los muestrarios de cerámicos,
asomándome tras una torre de tachos de
esmalte sintético, le hice señas a un pendejo señalándole con el índice la
puerta de la oficina y pasé tras el mostrador enorme. Cuando llegué a la puerta
me detuve en el umbral y le dije:
-Comisario
Guzmán, ¡como se nota que a usted le gustan los fierros!
Al principio
me miró sorprendido sobre el marco de sus anteojos dorados y luego se puso de
pie y me invitó a pasar. Me estrechó fuertemente la mano y me dijo.
-¡Osito hijo de puta! Que
gusto me da verte.-En ése momento me di cuenta de los dos tipos que tenía a mis
espaldas.-Vayan no más muchachos-dijo él-este hombre es un amigo, de los buenos
tiempos.- los tipos se retiraron en silencio como habían llegado. Yo pensé que
estaba perdiendo los reflejos. Primero me pega un pendejo de mierda y ahora me
podrían haber amasijado y yo ni cuenta.
-¿Qué te pasó en la cabeza?-me dijo el chancho mientras me sentaba.
Entonces le conté. Le conté como un hijo emancipado, mayor, le cuenta a su
padre sus vergüenzas. Él me escuchó callado.