XXI El buscador y el anciano.
El médico me dijo
que en una semana me sacarían el yeso. Me esperaban por lo menos cuatro semanas
de rehabilitación. Por lo demás me encontró bien.
Este tiempo de
reclusión obligada me ha servido para meditar sobre mi accionar anterior. Ahora
no entiendo el impulso suicida que me llevó a inmiscuirme en ese ambiente
criminal. Por otro lado no puedo comprender como me había dejado llevar por los
dichos de una mujer evidentemente confundida. Una mujer que me había contado
una estupidez. Y yo más que estúpido, creyéndola. Quizás debería consultar con un psiquiatra
sobre lo que me había pasado. Probablemente el stress. Lo que realmente
necesito son unas buenas vacaciones. En algún lugar con sol y playa. El caribe
o quizás Brasil. Por que no Miami. Hasta podría invitar a Selene. Ella se había
mostrado comprensiva con mi accidente. Nadie por otro lado se hace matar a
palos para plantar a una chica. Quizás tendría que contactarme con Ortega. Pero
como hacerlo si está desaparecido hace semanas. El tiene mucho conocimiento de
lugares turísticos, me podría asesorar. Ya lo voy a encontrar. Leo la revista
el tema de tapa es la detención del comisario Jorge Guzmán , alias el chancho,
en una estancia de Entre Ríos. Parece
ser un personaje muy pesado. A las notas sobre su trayectoria criminal, se
agregan otras sobre los crímenes de la
triple A,
organización a la cual aparentemente éste individuo pertenecía. ¿son o no de
lesa humanidad? Los familiares de las víctimas así lo reclaman. Aduciendo que
es arbitrario poner como límite el 24 de Marzo de 1976. Ya que afirman la
maquinaria represiva estatal estaba en marcha antes de ésta fecha. Los defensores de Guzmán y compañía sostienen
lo contrario. Treinta y un años son
tiempo más que suficiente para la prescripción de ésas causas. La foto de ése anciano esposado y con chaleco
antibalas revela un rostro indiferente, sin una pizca de arrepentimiento. Casi
un rostro amenazante. A Guzmán se lo vincula además con grupos que se
desempeñaron durante la dictadura. Evidentemente no había existido un punto
exacto, una división de aguas, entre un gobierno y otro en lo que se refiere al
accionar de ésas bandas. Volví a mirar
la foto y tiré la revista sobre la mesa. Ya
tengo bastante de setentismo con mis últimas experiencias. No deseo que
Guzmán liberándose de sus esposas salga de la foto para arrancarme las vísceras
como me había prometido Videla, con sus bufidos taurinos. No hace tanto tiempo
en el almanaque. Pero si una eternidad en mi disposición de ánimo. Además el
viejo comisario seguramente terminará cómodamente detenido en su casa. Mientras
sus víctimas continuarán bajo tierra. Callados. Sin poder levantar el índice
acusador para señalar a su asesino. Sin voz ya para reclamar esa justicia , que
lamentablemente solo llegará para algunos de ellos. Y otro asesinos, tan o más
despiadados que el comisario seguirán caminando por la calle plácidamente,
quizás tocándole la cabeza a los niños. Como unos abuelitos buenos. Abuelitos
depravados y perversos. Escondidos tras las canas de su culpa. Impenitentes.
Caminando por las plazas y los parques. Vigilando sus empresas o sus campos.
Tomando chocolate el veinticinco de mayo. En vasitos blancos que entibiaran sus
manos sucias. De todas formas yo quiero hablar con Riedel Liand, me debe
una explicación estoy convencido de eso. Él me habló de Cabezas y casi termino igual. Por poco me
queman en una cava. Ganas no les habrá faltado y si no lo hicieron habrá sido
para que yo sirviera de advertencia viviente.
Pero antes de ir a ver al doctor, voy a volver a la cerrajería de la
calle Venezuela, seguramente será lo último que haré con respecto a éste asunto.
Luego sí vacaciones, Selene , Caribe. Me afeito prolijamente , he aprendido a
manejar mi mano izquierda como si fuera la derecha. Después de todo de ahora en
más tendré la ventaja de ser ambidiestro.
Mi rostro ya casi volvió a la
normalidad. Me sorprende que lo que más se me note es la herida en el arco superciliar izquierdo
aquella que me provocó el encargado del
cementerio, aquella noche de locura. Es como si ése hombre tuviera un veneno en
sus manos, como la cola de las rayas. Ya
estoy presentable. Salvo por mi brazo de concreto que disimulo bajo la camisa.
Es notable como los seres humanos nos adaptamos a situaciones nuevas. Salgo al palier. Llamo el ascensor, que tarda
una eternidad en llegar, desciendo en compañía de una anciana, gracias a dios
sin perro. Probablemente ese es un indicio de que mi futuro mejorará. Un signo
de buen augurio. Quizás si aquella mañana en el viejo edificio de la calle
Tucumán , hubiera cedido a mi pánico por los perros y me hubiera ido. Nada de
esto hubiera ocurrido. Ese, evidentemente, fue un signo que no supe
interpretar. Ahora era todo lo contrario
y me encontraba con una anciana sin perro. Por la regla de los opuestos hoy mi
suerte estaba cambiando. Y el
periodista-detective-bacteria volvería a convertirse en un muchacho común.
Ocupado de cosas comunes. Ocupándose de notas a políticos, entrevista a
arrepentidos, charlas de café con gremialistas o empresarios exitosos. O ambas
cosas a la vez. Que seguramente seguiría siendo la misma bacteria en su
microcosmos. Pero menos conciente de serlo. O más feliz quizás de serlo. En la
vereda me dirigí hasta la esquina y detuve un taxi. Ni soñar en manejar en mi
condición de unípodo. O mejor dicho unibraquio pues mis piernas aún me
pertenecían. Me dirigí sin preámbulos a la calle Venezuela, de existir otro
cartelito como el de semanas atrás me quedaría parado en la puerta el tiempo
que fuese necesario hasta que alguien me abriera. Quería poner un punto final a
todo este asunto. Y quería ponérselo hoy.
Tenía tiempo durante el día de ir a verlo a Riedel Liand. El viaje fue
más rápido de lo esperado. O por lo menos así me pareció. Pagué. Descendí y
caminé los veinte metros que me separaban del local al que me dirigía. Estaba abierto. Al entrar veo a un hombre
inclinado sobre una mesa que trabajaba sobre algo que al acercarme identifiqué
como una cerradura. Estaba en una cerrajería no podría ser otra cosa. Más allá
que hoy existen múltiples tipos de cerraduras. No solo mecánicas. Pero el
hombre trabajaba sobre una cerradura común y corriente esas de llaves de doble
paleta. Pareció no prestar atención a mi
presencia. Carraspee como para llamarle la atención. Él levantó la vista hacia
mí y continuó un momento más con su trabajo. Después se puso de pie,
limpiándose las manos en un trapo teñido de gris de tanto usarlo. Caminó unos
pasos y me preguntó que necesitaba. Me habló con esa vos cavernosa que yo
reconocí inmediatamente como la de la persona que me había atendido
telefónicamente. El tipo era una mole. Con ese físico de los luchadores
romanos. Un cuerpo de gladiador
enfundado en una remera roja. Permanecí un momento callado. Turbado. Luego en
silencio extraje la famosa tarjeta y se la di. Él la examinó de lado y de revés
y luego me preguntó
-¿Por qué asunto
quiere ver a mi padre?- me di cuenta que no era Papa como el de Roma sino papá
lo que decía. Papá pero sin acento. Riedel Liand tendría que volver a la
primaria para aprender las reglas de ortografía. El papá eso es lo que el muy
hijo de puta había escrito. Me sorprendí nuevamente.
-Quiero charlar
unas palabras con él nada más-contesté
-No está-me dijo
mientras me devolvía la tarjeta con la evidente intención de volver a sus
ocupaciones y dar por terminada la conversación.
-¿Pero cuando lo
puedo encontrar?.- me sorprendí preguntando, a la vez que notaba que un gesto
hosco ganaba el rostro del otro. Temí otra golpiza y con un gesto de mi mano
sana indiqué que no importaba. Ya me dirigía hacia la puerta, cuando escuché
una voz que decía
-Iñaki ¡déjalo
pasar! Por favor déjalo pasar- y ví a un anciano enfundado en un traje gris muy gastado parado
en la puerta al lado de las estanterías.
El grandote me
volvió a mirar con ojos de perro atado. Bestias que desean desgarrar tu cuello y beberse tu sangre, pero
que son retenidos por una cadena. No quise comprobar si caía baba de su boca.
No me animé a mirarlo. Cuando levantó una sección rebatible del mostrador pasé
a su lado casi corriendo. A pesar de mi brazo inmóvil. “El miedo no es sonso” recordé que decía mi
abuelo. Y un solo golpe del gigante podría terminar de descalabrar mi cuerpo.
Completar el trabajo inconcluso de unas semanas atrás. Pensé en lo que me había
impulsado a ir a ése lugar y exponerme al riesgo de que nuevamente me muelan a
palos. “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos. Que Dios ayuda a los
malos cuando son más que los buenos” otra vez la voz risueña de mi abuelo
resonando en mi cabeza. Porque existen voces que son risueñas. Que son alegres
y melodiosas. No como la voz del mister T que tenía a mi lado, que parecía
surgida de las profundidades de una cueva. Con resonancias de roca. Pobre mi
abuelo que se había convertido en tierra hace muchos años. En Pigüe. En “su”
Pigüe. Su única herencia material la había perdido al perder su Ballester
Molina. Miré nuevamente la figura parada en el umbral de aquella puerta. Una
figura que se me antojó insignificante.
Opaca. Invadida toda ella de una decrepitud que sin embargo no afectaba
sus ojos. Ni su voz. Quizás fue su voz la que evocó en mi inconsciente la de mi
abuelo.
Cuando estuve
frente a él el viejo me puso su mano derecha en mi hombro izquierdo y me
sonrió. Me sonrió con una sonrisa que también había escapado al estrago de los
años. Y sentí una especie de paz. Como la que algunos experimentan en las
iglesias. Otros ante los paisajes majestuosos. Tragué saliva para aclarar mi
voz. Nuevamente en muy corto lapso de tiempo me sentía menoscabado. Ahora ya no
por la figura amenazante del plantígrado. Sino por una especie de halo que
rodeaba a aquel anciano. Que lo arrojaba fuera de su insignificancia. Que le confería la calidad de
extraordinario.
-No le hagas caso
a Iñaki-me dijo mientras mantenía su mano en mi hombro y me miraba sonriente-Él
busca protegerme nada más. Pero así como lo ves es un buen chico.- El otro había
vuelto a sentarse frente a su cerradura- Como vos, un poco alocado pero un buen
chico.
-Perdón. Usted no
me conoce-alcancé a decir en voz casi susurrante.
-Personalmente no
te conozco. Pero de alguna forma te conozco. ¿Quién te mandó aquí?-me preguntó.
Le alcancé la tarjeta. El viejo la miró casi con indiferencia.-no conozco ese
teléfono.- me dijo
-El Dr. Riedel
Liand, me la dio, ese es su número. El es un directivo de la revista donde
trabajo y me dio ésta tarjeta afirmando que usted, o no se si usted. La persona
a la que yo creí le decían El Papa. Esa persona
tenía posibilidades de ayudarme en una investigación que estaba
realizando en ése momento.- el viejo no dijo nada tomó mi brazo derecho y me
llevó hacia el interior de un gran cuarto. Iluminado por la luz de varios
ventanales que se abrían a un patio interno. Pequeño pero que servía para
ventilación e iluminación. Me señaló un viejo sillón y se sentó en otro que
estaba en un ángulo de noventa grados.
Me senté en el borde. Como temeroso. Pero no experimentaba miedo. Al contrario. Él movió la cabeza hacia un
lado y hacia el otro, mientras apretaba sus labios en una mueca, como un padre
ante una travesura de su hijo.
-A fue él quien
te dio esa tarjeta-dijo de pronto como una bomba de efecto retardado. Y no
volvió a mencionar nada a ese respecto.- Contame que es lo que estás
investigando.
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