viernes, 6 de marzo de 2015

Gallito Ciego. Novela. Quincuagésima Tercera Entrada

Les dejo otro capítulo... o mejor dicho un fragmento de capítulo. Espero les guste y aún sigan leyendo esto.




                 XXI  El buscador y el anciano.

El médico me dijo que en una semana me sacarían el yeso. Me esperaban por lo menos cuatro semanas de rehabilitación. Por lo demás me encontró bien.
Este tiempo de reclusión obligada me ha servido para meditar sobre mi accionar anterior. Ahora no entiendo el impulso suicida que me llevó a inmiscuirme en ese ambiente criminal. Por otro lado no puedo comprender como me había dejado llevar por los dichos de una mujer evidentemente confundida. Una mujer que me había contado una estupidez. Y yo más que estúpido, creyéndola.  Quizás debería consultar con un psiquiatra sobre lo que me había pasado. Probablemente el stress. Lo que realmente necesito son unas buenas vacaciones. En algún lugar con sol y playa. El caribe o quizás Brasil. Por que no Miami. Hasta podría invitar a Selene. Ella se había mostrado comprensiva con mi accidente. Nadie por otro lado se hace matar a palos para plantar a una chica. Quizás tendría que contactarme con Ortega. Pero como hacerlo si está desaparecido hace semanas. El tiene mucho conocimiento de lugares turísticos, me podría asesorar. Ya lo voy a encontrar. Leo la revista el tema de tapa es la detención del comisario Jorge Guzmán , alias el chancho, en una estancia de Entre Ríos.  Parece ser un personaje muy pesado. A las notas sobre su trayectoria criminal, se agregan otras sobre los crímenes de la
triple A, organización a la cual aparentemente éste individuo pertenecía. ¿son o no de lesa humanidad? Los familiares de las víctimas así lo reclaman. Aduciendo que es arbitrario poner como límite el 24 de Marzo de 1976. Ya que afirman la maquinaria represiva estatal estaba en marcha antes de ésta fecha.  Los defensores de Guzmán y compañía sostienen lo contrario.  Treinta y un años son tiempo más que suficiente para la prescripción de ésas causas.  La foto de ése anciano esposado y con chaleco antibalas revela un rostro indiferente, sin una pizca de arrepentimiento. Casi un rostro amenazante. A Guzmán se lo vincula además con grupos que se desempeñaron durante la dictadura. Evidentemente no había existido un punto exacto, una división de aguas, entre un gobierno y otro en lo que se refiere al accionar de ésas bandas.  Volví a mirar la foto y tiré la revista sobre la mesa. Ya  tengo bastante de setentismo con mis últimas experiencias. No deseo que Guzmán liberándose de sus esposas salga de la foto para arrancarme las vísceras como me había prometido Videla, con sus bufidos taurinos. No hace tanto tiempo en el almanaque. Pero si una eternidad en mi disposición de ánimo. Además el viejo comisario seguramente terminará cómodamente detenido en su casa. Mientras sus víctimas continuarán bajo tierra. Callados. Sin poder levantar el índice acusador para señalar a su asesino. Sin voz ya para reclamar esa justicia , que lamentablemente solo llegará para algunos de ellos. Y otro asesinos, tan o más despiadados que el comisario seguirán caminando por la calle plácidamente, quizás tocándole la cabeza a los niños. Como unos abuelitos buenos. Abuelitos depravados y perversos. Escondidos tras las canas de su culpa. Impenitentes. Caminando por las plazas y los parques. Vigilando sus empresas o sus campos. Tomando chocolate el veinticinco de mayo. En vasitos blancos que entibiaran sus manos sucias.  De todas formas  yo quiero hablar con Riedel Liand, me debe una explicación estoy convencido de eso. Él me habló de  Cabezas y casi termino igual. Por poco me queman en una cava. Ganas no les habrá faltado y si no lo hicieron habrá sido para que yo sirviera de advertencia viviente.  Pero antes de ir a ver al doctor, voy a volver a la cerrajería de la calle Venezuela, seguramente será lo último que haré con respecto a éste asunto. Luego sí vacaciones, Selene , Caribe. Me afeito prolijamente , he aprendido a manejar mi mano izquierda como si fuera la derecha. Después de todo de ahora en más tendré la ventaja de ser ambidiestro.  Mi  rostro ya casi volvió a la normalidad. Me sorprende que lo que más se me note es  la herida en el arco superciliar izquierdo aquella que me  provocó el encargado del cementerio, aquella noche de locura. Es como si ése hombre tuviera un veneno en sus manos, como la cola de las rayas.  Ya estoy presentable. Salvo por mi brazo de concreto que disimulo bajo la camisa. Es notable como los seres humanos nos adaptamos a situaciones nuevas.  Salgo al palier. Llamo el ascensor, que tarda una eternidad en llegar, desciendo en compañía de una anciana, gracias a dios sin perro. Probablemente ese es un indicio de que mi futuro mejorará. Un signo de buen augurio. Quizás si aquella mañana en el viejo edificio de la calle Tucumán , hubiera cedido a mi pánico por los perros y me hubiera ido. Nada de esto hubiera ocurrido. Ese, evidentemente, fue un signo que no supe interpretar.  Ahora era todo lo contrario y me encontraba con una anciana sin perro. Por la regla de los opuestos hoy mi suerte estaba cambiando.  Y el periodista-detective-bacteria volvería a convertirse en un muchacho común. Ocupado de cosas comunes. Ocupándose de notas a políticos, entrevista a arrepentidos, charlas de café con gremialistas o empresarios exitosos. O ambas cosas a la vez. Que seguramente seguiría siendo la misma bacteria en su microcosmos. Pero menos conciente de serlo. O más feliz quizás de serlo. En la vereda me dirigí hasta la esquina y detuve un taxi. Ni soñar en manejar en mi condición de unípodo. O mejor dicho unibraquio pues mis piernas aún me pertenecían. Me dirigí sin preámbulos a la calle Venezuela, de existir otro cartelito como el de semanas atrás me quedaría parado en la puerta el tiempo que fuese necesario hasta que alguien me abriera. Quería poner un punto final a todo este asunto. Y quería ponérselo hoy.  Tenía tiempo durante el día de ir a verlo a Riedel Liand. El viaje fue más rápido de lo esperado. O por lo menos así me pareció. Pagué. Descendí y caminé los veinte metros que me separaban del local al que me dirigía.  Estaba abierto. Al entrar veo a un hombre inclinado sobre una mesa que trabajaba sobre algo que al acercarme identifiqué como una cerradura. Estaba en una cerrajería no podría ser otra cosa. Más allá que hoy existen múltiples tipos de cerraduras. No solo mecánicas. Pero el hombre trabajaba sobre una cerradura común y corriente esas de llaves de doble paleta.  Pareció no prestar atención a mi presencia. Carraspee como para llamarle la atención. Él levantó la vista hacia mí y continuó un momento más con su trabajo. Después se puso de pie, limpiándose las manos en un trapo teñido de gris de tanto usarlo. Caminó unos pasos y me preguntó que necesitaba. Me habló con esa vos cavernosa que yo reconocí inmediatamente como la de la persona que me había atendido telefónicamente. El tipo era una mole. Con ese físico de los luchadores romanos. Un  cuerpo de gladiador enfundado en una remera roja. Permanecí un momento callado. Turbado. Luego en silencio extraje la famosa tarjeta y se la di. Él la examinó de lado y de revés y luego me preguntó
-¿Por qué asunto quiere ver a mi padre?- me di cuenta que no era Papa como el de Roma sino papá lo que decía. Papá pero sin acento. Riedel Liand tendría que volver a la primaria para aprender las reglas de ortografía. El papá eso es lo que el muy hijo de puta había escrito. Me sorprendí nuevamente.
-Quiero charlar unas palabras con él nada más-contesté
-No está-me dijo mientras me devolvía la tarjeta con la evidente intención de volver a sus ocupaciones y dar por terminada la conversación.
-¿Pero cuando lo puedo encontrar?.- me sorprendí preguntando, a la vez que notaba que un gesto hosco ganaba el rostro del otro. Temí otra golpiza y con un gesto de mi mano sana indiqué que no importaba. Ya me dirigía hacia la puerta, cuando escuché una voz que decía
-Iñaki ¡déjalo pasar! Por favor déjalo pasar- y ví a un anciano  enfundado en un traje gris muy gastado parado en la puerta al lado de las estanterías.
El grandote me volvió a mirar con ojos de perro atado. Bestias que desean  desgarrar tu cuello y beberse tu sangre, pero que son retenidos por una cadena. No quise comprobar si caía baba de su boca. No me animé a mirarlo. Cuando levantó una sección rebatible del mostrador pasé a su lado casi corriendo. A pesar de mi brazo inmóvil.  “El miedo no es sonso” recordé que decía mi abuelo. Y un solo golpe del gigante podría terminar de descalabrar mi cuerpo. Completar el trabajo inconcluso de unas semanas atrás. Pensé en lo que me había impulsado a ir a ése lugar y exponerme al riesgo de que nuevamente me muelan a palos. “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos. Que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos” otra vez la voz risueña de mi abuelo resonando en mi cabeza. Porque existen voces que son risueñas. Que son alegres y melodiosas. No como la voz del mister T que tenía a mi lado, que parecía surgida de las profundidades de una cueva. Con resonancias de roca. Pobre mi abuelo que se había convertido en tierra hace muchos años. En Pigüe. En “su” Pigüe. Su única herencia material la había perdido al perder su Ballester Molina. Miré nuevamente la figura parada en el umbral de aquella puerta. Una figura que se me antojó insignificante.  Opaca. Invadida toda ella de una decrepitud que sin embargo no afectaba sus ojos. Ni su voz. Quizás fue su voz la que evocó en mi inconsciente la de mi abuelo.
Cuando estuve frente a él el viejo me puso su mano derecha en mi hombro izquierdo y me sonrió. Me sonrió con una sonrisa que también había escapado al estrago de los años. Y sentí una especie de paz. Como la que algunos experimentan en las iglesias. Otros ante los paisajes majestuosos. Tragué saliva para aclarar mi voz. Nuevamente en muy corto lapso de tiempo me sentía menoscabado. Ahora ya no por la figura amenazante del plantígrado. Sino por una especie de halo que rodeaba a aquel anciano. Que lo arrojaba fuera de su insignificancia.  Que le confería la calidad de extraordinario. 
-No le hagas caso a Iñaki-me dijo mientras mantenía su mano en mi hombro y me miraba sonriente-Él busca protegerme nada más. Pero así como lo ves es un buen chico.- El otro había vuelto a sentarse frente a su cerradura- Como vos, un poco alocado pero un buen chico.
-Perdón. Usted no me conoce-alcancé a decir en voz casi susurrante.
-Personalmente no te conozco. Pero de alguna forma te conozco. ¿Quién te mandó aquí?-me preguntó. Le alcancé la tarjeta. El viejo la miró casi con indiferencia.-no conozco ese teléfono.- me dijo
-El Dr. Riedel Liand, me la dio, ese es su número. El es un directivo de la revista donde trabajo y me dio ésta tarjeta afirmando que usted, o no se si usted. La persona a la que yo creí le decían El Papa. Esa persona  tenía posibilidades de ayudarme en una investigación que estaba realizando en ése momento.- el viejo no dijo nada tomó mi brazo derecho y me llevó hacia el interior de un gran cuarto. Iluminado por la luz de varios ventanales que se abrían a un patio interno. Pequeño pero que servía para ventilación e iluminación. Me señaló un viejo sillón y se sentó en otro que estaba  en un ángulo de noventa grados. Me senté en el borde. Como temeroso. Pero no experimentaba miedo.  Al contrario. Él movió la cabeza hacia un lado y hacia el otro, mientras apretaba sus labios en una mueca, como un padre ante una travesura de su hijo.
-A fue él quien te dio esa tarjeta-dijo de pronto como una bomba de efecto retardado. Y no volvió a mencionar nada a ese respecto.- Contame que es lo que estás investigando.

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