martes, 24 de enero de 2012

Gallito Ciego. Novela. Décimo Séptima Entrada

Gallito Ciego. Décimo Séptima Entrada


Ahora comenzaba a entender algunas cosas y a preocuparme seriamente por otras.  
Dormí poco y mal. Las ideas giraban en mi cabeza a una velocidad de vértigo.
Me asustó el estar asustado de cosas tan disparatadas, y no de la locura de ésos seres reales que estaban dispuestos a todo en pos de su delirio.
Volví pensar en aquella idea del resurrecto pasivo, el nuevo Lázaro. Lázaro Serra. El rostro que había visto en las fotos del expediente se me aparecía, formándose de sombras, como si éstas adquirieran una propiedad plástica, una gelatina maleable en la que caben todas las formas  y emergen las temidas o las deseadas. El impulso del artista, el temor o el deseo.  En mi caso un artista inconsciente oculto en mi interior que me mostraba su obra horrorosa  repetida una y otra vez como un eco de su miedo. Miedo a que le arrancaran realmente las entrañas y se las comieran.  Y tras aquel rostro cadavérico, pareció, en unas pinceladas de noche, esbozarse  la pérfida figura de aquel que se hacía llamar Daniel.
Temprano volví a mi taza de café, impulsivamente llamé a Ortega, la voz somnolienta de la rubia treintañera me recordó que mi amigo estaba ausente  y me colgó con lo que yo imaginé una mueca de fastidio por haberla despertado  tan temprano.  Tomé el café de un sorbo, comí  dos o tres  Serranitas, abrí mi note book  y le envié un mensaje electrónico a Ortega. Seria muy difícil que lo leyera, pero uno nunca pierde las esperanzas.  Me  sentí asediado.
Cuando me vi en el espejo del baño mi aspecto me impacto, ojeroso, mal afeitado con una excoriación en mi arco superciliar izquierdo, disimulada por el extremo externo de la ceja. Después de todo el oso había estado más cerca de  dormirme de un  zarpazo, de lo que pensé.  Me di rápido un baño tibio, que pareció devolverme en parte la energía, me afeité casi con obsesivo cuidado,

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