sábado, 23 de octubre de 2010

Segunda parte de Brumas Sexta entrada

El médico

-La paranoia , es un conjunto de síntomas y signos característicos, lo que los médicos llamamos un síndrome. Que puede responder a una multiplicidad de causas. No siempre unívocas, ya que pueden actuar aisladamente o en conjunto, y a su vez ser influenciadas , o mejor dicho potenciadas por el medio ambiente. Por episodios que actúan como facilitadores, como catalizadores de la reacción que sobre una personalidad predispuesta, a la que podríamos llamar personalidad paranoide , desencadena el cuadro clínico característico.- Terminó el médico que hablaba con suaves movimientos de sus manos sobre el escritorio para acentuar sus dichos, para enfatizar sus afirmaciones y a su vez para crear un lazo de comunicación con su interlocutor.
-La verdad doctor que no le entiendo nada- dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas- lo que quiero saber es si usted nos puede o no nos puede ayudar. ¡Estoy desesperada por mi hijo! Doctor dígame por favor, dígame que me puede dar una mano que podré recuperar a mi muchacho. Hasta hace no se un año y medio, era un chico totalmente normal y ahora …- se interrumpió para secarse las lágrimas que corrían por sus mejillas y para sonarse la nariz casi sin ruido- Ahora no sé doctor, es como si hubiera caído en el infierno.
- Si señora-dijo el médico acomodándose el puente de sus anteojos con el dedo índice- Creo que lo podemos ayudar. Pero ésta charla con usted es extremadamente preliminar, ni siquiera tenemos un psicodiagnóstico de certeza. Nos estamos manejando en el campo de las presunciones. Por lo que usted me dice, su hijo siente que lo persiguen, se siente perseguido por potenciales agresores. Eso es un síntoma de la paranoia . Pero, señora, éstas enfermedades son como la luz y la sombra. Tienen grados, desde el mediodía más luminoso hasta la noche mas negra y cerrada.
Desde lo que los médicos denominamos personalidad paranoide, que no altera mayormente la vida de convivencia hasta la psicosis paranoide grave que requiere -medicación y muchas veces internación. Yo no sé de que estamos hablando. Su hijo, carece de una figura paterna fuerte eso también predispone a la personalidad paranoide. Pero todo es muy preliminar señora, muy preliminar. Yo le sugeriría que concerte con mi secretaria una primer entrevista y luego hablaremos sobre terreno más firme y con más elementos de juicio.
-¿ Usted entonces cree que mi hijo está loco?- preguntó la mujer mientras se ponía de pie.
- Mire señora , no me gusta usar esa palabra. Es un tanto general, y además es un tanto discriminatoria.-dijo el médico mientras extendía la mano a la mujer-por que no esperamos a avanzar un poquito en el estudio de la enfermedad de su hijo. Si es que su hijo tiene alguna enfermedad.
Abrió la puerta del consultorio y con un gesto amable acompaño a la señora hasta el umbral de la misma, dando una última y suave palmada sobre el hombro de la mujer como un postrer gesto de contención.

Recuerdos de la pasión y la desesperación.

Cuando creía que su vida estaba destinada a ajarse , a secarse como una hoja caída del árbol. A perder poco a poco la vitalidad, por cada uno de sus poros. Lo conoció.
Después de su traumático matrimonio, después de los golpes, los gritos y el desamor. Creyó que todo se terminaba. Que ése era su destino. El de una flor arrancada y tirada a la calle. Castigada por el sol del mediodía , hasta perder su lozanía y su perfume. Hasta convertirse en una masa reseca de tejidos a merced de los elementos. Pisoteada por los coches. Despreciada hasta por los perros en busca de comida. Para ella su separación , fue como una medicación paliativa, que mejoraba su estado, que disminuía el diario sufrimiento de la violencia hogareña. Pero que a su vez la entregaba a los brazos de la soledad, ése cáncer mortal, que paradójicamente tenía el mismo nombre de su hija. Pero entonces lo conoció.
Como si un hada la hubiera repuesto en su antigua rama. La savia de la esperanza comenzó a correr , reconstituyendo los tejidos de su cuerpo de hoja muerta, devolviéndole la lozanía perdida. Retornándola mágicamente a la adolescencia. A esa edad de posibilidades infinitas. Cuando lo miró por primera vez a sus ojos, algo estalló dentro de su alma. Como si todo lo anterior se hubiera borrado mágicamente, como si nunca hubiera existido. Ella bajó de su citroen frente al supermercado, fastidiosa por el calor, tropezó en el cordón de la vereda, nada más que por la torpeza que le provocaba su estado de desesperación, la obsesiva autoconmiseración que la embargaba permanentemente. Se hubiera lastimado , si no fuera por su presencia. Su mágica presencia. Su milagrosa presencia. Él la contuvo en sus brazos y cuando ella levantó su rostro desencajado por el disgusto y la vergüenza, lo vio frente a sí sonriente. Y se produjo el estallido. La revelación.
Lo conoció. Todo lo que pasó después fue vértigo. La transformación del paisaje invernal amarillo y pálido, en la fiesta multicolor de la primavera. Un pasaje sin punto intermedio, desde la sórdida tristeza en la que se encontraba hacia la vorágine incontenible de los sentidos. Una felicidad inasible por simples mortales. Quizás ese fue su renovado pecado original ¿Quién tiene derecho a ser tan feliz? ¿Quién tiene derecho a beber la ambrosia de los dioses? Cuando le diagnosticaron su enfermedad, él lo tomó con entereza. Ella lo tomó con desesperación. Su destino no podía ser el de enfrentarse con una maldad inaudita . Y pensó entonces en encarnar ese amor en un hijo. Él al principio no estuvo de acuerdo. Ella lo convenció. Ella lo atrapó como una planta carnívora. Dispuesta a succionar su vida. Dispuesta a transformarla en otra vida. Dispuesta a transformarla. A burlar los designios de la muerte. Ella lo convenció de retrasar la quimioterapia. Ella lo convenció de que le entregue el hálito de vida que vibraba en sus esperma. Su amor tomaría carnazón en el hijo. En un hijo que no se llamaría Soledad, en un hijo que debería llevar el nombre de la vida. En un hijo que le aseguraría la supervivencia el amor. De ése amor desaforado que le corría por las venas, que la angustiaba y la llenaba. Ese era el origen de su culpa.
El apenas pudo conocer a su hijo, un ser berreante y minúsculo. Pero que representaba la persistencia de su amor para la eternidad. Que representaba la unión de sus genes, la unión definitiva de ellos. La materialización del sueño común.
Cuándo él murió , algo se apagó para siempre en su interior, se trasformó en un alma definitivamente mutilada. Su vida nunca dejó de ser una vida hemipléjica. Pero el niño estaba allí, arrancado de la muerte, rescatado de las tinieblas.
Aquella vieja maldita le había dicho” nunca deberás parir carne de su carne si deseas que él viva” y ésas palabras siempre resonaron en su mente. Más aún después de verla con aquella mirada taciturna , en la vereda de la plaza, el día que bautizaron a Fran, y escucharla decir a su lado “¡pobrecito, ángel de Dios!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario