miércoles, 22 de febrero de 2012

Gallito Ciego. Novela. Vigésima Entrada.

Gallito Ciego. Novela. Vigésima Entrada

Y mientras me retiraba la indiferente mirada de Eugenia, me pareció súbitamente siniestra.
Cuando llegué a mi escritorio, entré en mi Messenger, Ortega no había dado señales de vida.  Miré la tarjeta que me había dado Riedel Liand.  La sostuve entre el índice y el pulgar golpeándola levemente  contra el borde de la mesa mientras pensaba. ¿De qué se trataba todo esto? ¿Acaso este viejo conocía algo que yo ignoraba? , quizás todo el asunto de Serra , la llamativa historia de la mujer que lo vio caminar por la calle  eran solo un ardid para meterme en otra  cuestión, que excedía largamente la historia del maestro, barrabrava y brujo  resucitado en  Argentina, como Lázaro en la tierra prometida.
Marqué desde el teléfono de mi escritorio el número que figuraba en el cartón coloreado que anunciaba una cerrajería  en Congreso. Una voz grave me atendió en  forma automática repitiendo la denominación del comercio, que yo a mi vez estaba leyendo en letras bordó sobre fondo naranja.  Pregunté por el nombre que el abogado había anotado con un bolígrafo, que en realidad era un apodo. La voz guardó silencio por un momento, y luego me preguntó  quien era yo, sobre la razón de mi llamado.  Me di  a conocer  solo con el apellido y aduje motivos personales. Me informó que él no estaba hasta la próxima semana, que le dejaría mi mensaje y me cortó.
A primera hora de la noche, todavía pensaba en toda la cuestión, mientras limpiaba la vieja pistola de mi abuelo.  Aquella que había visto por primera vez en una casona de Pigüe.  Repasé mis anotaciones, el informe sobre Serra, los informes policiales. Las palabras de Videla, Riedel Liand y García.
El  teléfono fijo empezó a sonar, lo miré con fastidio y no lo atendí. Mi voz con ese tono neutro que le damos a las grabaciones  comenzó a decir: “Usted se ha comunicado con el domicilio de Ezequiel Miralles, no puedo atenderlo en éste momento, deje su mensaje después de la señal, gracias” lo siguió el ruido de la cinta y el  agudo biiip  de la señal sonora.  Luego escuché aquello por primera vez.  Una especie de alarido desgarrador, seguido de sonidos como de metales y por último risas, risas como salidas del mismo infierno. Era una grabación de mazmorras.
   
 

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