jueves, 8 de septiembre de 2011

Primera Entrada de Gallito Ciego

 "Gallito Ciego" es el nombre que le puse a esta novela, una especie de policial negro, que integra junto con "Veinte Cuentos Prescindibles" el  libro "Búsqueda Insensata" por el que me otorgaron el premio Escenario 2009 otorgado por el Diario Uno.  Gallito Ciego es el nombre de un juego infantil y también es la denominación que en ciertos ambientes se le da al sujeto que es introducido en una problemática que ignora en su totalidad, desconociendo la naturaleza, muchas veces letal, del contexto en el que se desenvuelve  la actividad encomendada. Esa es la característica del protagonista. Es una novela cuyo tiempo es contemporáneo, pero está impregnada de la violencia que asoló la Argentina, durante la dictadura y cuyos cadáveres insepultos, por una justicia tardía, aún hoy emergen de sus tumbas abiertas.  Juego un poco con los mitos, como el de López Rega el lugarteniente de Perón y de Estela Martínez al que se le atribuían prácticas y poderes oscuros, líder de un grupo paramilitar de ultraderecha la Triple A, pionera de las desapariciones en  la Argentina. Esta práctica deleznable luego fue perfeccionada y aumentada a su enésima potencia por la dictadura y sus grupos de tareas,  pero es necesario repetir que comenzó antes del golpe. Esto último ocultado por muchos sectores del partido hegemónico de la Argentina.  Tampoco esta es una novela histórica, ni pretende serlo, es una ficción contextualizada  así. Espero que les guste y si no igual gracias por su atención.

                                                                                                   Gustavo Cresta





                                                   GALLITO CIEGO

  I Lázaro y los Hermanos.

Tomé el café parado frente a la mesada de la cocina. Di una última leída a mis apuntes de la noche anterior.  Me dirigí al baño me cepillé los dientes y observé mi aspecto, quería estar presentable. Constaté que mi I Pod estuviera en orden. Pocas veces lo usaba, pero era probable que en ésta ocasión lo hiciera. No quería perder palabra de lo que me dijera y quería tener la inflexión de su voz registrada, el énfasis o el desgano de sus respuestas. Muchas veces era importante para poder escuchar más allá de las palabras. Y tenía el pálpito de que en esta oportunidad tendría  que hacerlo. Había entrevistado a muchas personas en mi vida, pero ésta era una persona especial. Su experiencia había sido por lo menos muy singular.

Bajé por el ascensor repasando mentalmente las cosas que me interesaba indagar, en el subsuelo me dirigí hasta mi coche, el chillido agudo de la alarma de apertura inundo todo el ámbito cuando accioné el pulsador de mi llave. Me acomodé en el asiento dejé la libreta con los apuntes sobre  la butaca del acompañante y puse en marcha el motor. Retrocedí con cuidado, ya en una oportunidad había colisionado con uno de los vehículos de la fila opuesta, y en dos o tres maniobras suaves estuve  en posición para dirigirme a la rampa. Coloqué la llave en la pequeña columna y esperé que la estructura metálica descendiera lentamente con ése ruido agudo que me recordaba a los molinos de viento de la infancia con mi abuelo. Una vez  en la calle me integré al tráfico enloquecido de ésa hora. Las demoras en los semáforos me ocasionaban fastidio, me noté  presa de una ansiedad inusitada  e incomprensible. Lo que estaba por hacer, lo hacía casi todos los días , era mi trabajo.

Quizás no debería haber utilizado el auto, pensé, es una complicación.  Pero yo era una de esas personas que disfrutan con el suplicio de los bocinazos, los gestos soeces, la prepotencia de los colectiveros y los taxistas. En  fin disfrutaba con el movimiento de aquel sistema circulatorio de la ciudad, en el cual parece contradecirse el principio de que la materia es excluyente.  Un poco de adrenalina, un safari urbano. Riéndome por mis pensamientos tengo que haber parecido un demente, en más de una oportunidad noté las miradas de otros automovilistas, curiosos o quizás con alguna secreta envidia de mi  aparente felicidad.  Poco a poco y en forma imperceptible la ansiedad había desaparecido, cuando llegué a mi destino estacioné en un garaje de la calle Tucumán  y caminé hasta el edificio donde me esperaban.  Pulsé el portero eléctrico del 6º A y luego de un momento que me pareció interminable, en el que la inquietud volvió  a mí, una voz femenina, que se me antojó de una mujer joven , quizás una adolescente, me contestó. Expliqué quien era yo y el propósito de mi visita . Transcurrido un momento, lapso en el que seguramente realizó alguna consulta, me abrió la puerta. La recepción era un ambiente oscuro con sus paredes recubiertas de madera y bronces descuidados que le daban un aspecto de serena decadencia. Me  dirigí  hacia los ascensores, esperé su llegada y subí en compañía de una anciana teñida de un rubio casi blanco que sostenía un pequeño perro pequines en sus brazos, desee que el ascensor fuera más grande pues  los perros siempre me causaron  repulsión. Los pequineses en particular con esa cara achatada, que siempre se me ocurrió agresiva. Además he  leído que tienen un  temperamento por demás inestable. Temí que saltara de los brazos de la vieja y se me prendiera al cuello, como una especie de vampiro canino. Tuve el impulso de detener el ascensor y huir. A ese punto llega mi fobia. Mi acompañante y su mascota descendieron en el 4º piso, lo que me provocó una sensación de alivio.

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