domingo, 22 de noviembre de 2009

Décimo Tercera Entrada de Los Custodios del Sello

Monte Santiagueño mediados de 1996

“Volverán a la tarde, ladrarán como perros” Salmo59-6

A pesar de ser principios de Agosto el calor era insoportable en el apostadero.
Flores Schneider estaba impaciente., hacia dos horas que esperaba la aparición de ésa maldita chancha por el sendero. No soportaba más esperar, la paciencia del cazador no era su fuerte, a él lo entusiasmaba la aventura, el vértigo, el enfrentarse con su presa el disparar su fúsil. Descendió por la escalera de madera y comenzó a caminar por el estrecho sendero, sus perros entrenados lo seguían sedientos de sangre. De pronto inquietos comenzaron a ladrar y salieron disparados tras la maraña de espinas. Flores Schneider corrió tras ellos, habían identificado la chancha, seguro que sí.
Guiado por el estruendo de los ladridos divisó su jauría que rodeaba el animal bajo un algarrobo enorme, apuró aún más su carrera, de pronto el suelo cedió bajo su pie derecho, una cueva había atrapado su bota, al caer con todo el peso escucho el crepitar de su pierna al fracturarse, tocó su pantalón húmedo de sangre tibia y palpó el extremo distal de su tibia fracturada emergiendo de la piel “Carajo” dijo.”Como salgo de ésta” pensó. Con esfuerzo paso sus manos debajo de la rodilla derecha y traccionó la pierna y el píe fuera del hoyo. “Seguramente podré arrastrarme hasta el apostadero donde están los muchachos” pensó .Realizó varios disparos para llamar la atención pero nadie concurrió seguramente pensaban que estaría ultimando al jabalí .Comenzó a arrastrarse de regreso, un extraño silencio se produjo en el monte. El aliento del animal en su nuca tibio y húmedo, como el beso apasionado de una mujer pero con el hálito inmundo de la muerte. El Dogo lamió su pierna lastimada Flores Schneider agradeció al cariñoso animal con una palmada en la cabeza, fue su último acto voluntario antes de la mordida inicial, pronto la jauría entera se arrojó sobre él.
Cuando lo encontraron solo quedaban huesos y vísceras, el cuero cabelludo estaba casi intacto bajo el casco de corcho. Un viento húmedo y cálido revolvía la hojarasca, una sombra se movía en la espesura con el silencio de la muerte. Uno de las baqueanos fue el encargado de sacrificar los perros. A cientos de kilómetros en la campiña entrerriana una mujer temblorosa y agitada levantaba el teléfono con su mano derecha para recibir la terrible noticia de la trágica muerte de su esposo, con la mano izquierda apretaba la cabeza de su amante entre sus muslos abiertos. En la espesura del monte vecino extraños chillidos cortaban el silencio del atardecer.






Monte Entrerriano Mayo de 2003

Pocos lugares son tan sobrecogedoramente hermosos como el monte, tan raramente misteriosos tan llenos de silencios y sonidos. A su vez tan inhóspitos y salvajes. Donde todo toma otra dimensión, donde cada rincón con sus claroscuros oscilantes esconde un misterio o un peligro, sobre todo visto por los ojos de un niño de 12 o 13 años. Pero también es un lugar propicio para la aventura, para satisfacer uno de los instintos primitivos del hombre como es la caza, los dos niños caminaban sigilosos entre las matas por los senderos abiertos por los vacunos mirando hacia el irregular techo vegetal en busca de sus presas aladas. Las gomeras tensas cargadas, listas para ser disparadas, una bolsa de tela en la cintura servía de recipiente para los proyectiles de canto rodados. Un par de palomas montaraces llamó la atención de los niños en un claro cerca de una pequeña cañada se acercaron en silencio y uno de ellos con un disparo certero abatió al animal que cayó aleteando bajo un ñandubay añoso, corrieron para atraparla con el temor de que solo se encontrara aturdida y fue cuando vieron el bolso entre dos ramas del viejo árbol. Perdido el interés en su presa uno de ellos subió de un salto al tronco, y en pocos segundos se encaramó en el mismo, prendiéndose con una mano de un delgado tronco con la otra tomó el bolso y lo atrajo hacia sí. Luego lo arrojó al suelo donde su compañero de correrías lo tomó, una pequeña y fingida disputa por el trofeo se llevó a cabo con corridas, gambetas y caídas. Cansados y riendo los dos jovenzuelos se sentaron en el suelo y lo abrieron. Extrajeron una campera polar azul, una caja y media de cigarrillos negros, un viejo encendedor a gas desgastado por el uso, una agenda y un atado de bolígrafos, una jabonera plástica vacía, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico casi vacío. Seguramente serían de algún cazador o de algún bichero que se lo había olvidado un cazador al que le gustaba escribir. Abrieron un atado de cigarrillos que extrajeron de la caja abierta y comenzaron a fumar con gestos teatrales haciendo ademanes con el encendedor metálico. Uno de ellos desabrocho la agenda de cuero marrón encontrándose con páginas llenas de una letra pequeña y casi ilegible, dibujos incomprensibles y un sobre cerrado con un destinatario desconocido. La volvió a cerrar y la arrojó dentro del bolso abierto, colocándose luego la campera que le llegaba a las rodillas gesticulando como un vaquero del lejano oeste en pleno duelo, extrayendo Colt imaginarios de su cintura y soplando el humo del caño tras el disparo. Al cabo de un tiempo guardaron todo nuevamente y emprendieron el regreso, la paloma olvidada extendió sus alas dotadas de un particular brillo y levantó vuelo.

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