XII El chango.
Doblé por la ruta 51 hacia
Arrecifes. Sentía placer al manejar mi Rovers. Cuando crucé el angosto puente
de cemento con sus arcos de mampostería, miré la corriente del río correr mansa
y a la vez turbulenta. Esa imagen me rondo la mente por varios minutos mientras
transitaba entre las arboledas. Cuando llegué a la avenida me detuve en el 2º
semáforo y doblé a la izquierda. En el escaso tránsito pueblerino no me sería
difícil encontrar la casa de Fernando. De lo contrario preguntaría. Todos
debían conocer a Fernando. Él era uno de esos tipos sociables, que hace amigos
por todos lados. Hasta creo que fue concejal
hasta no hace mucho. Me detuve
junto al cordón de la vereda y extraje mi celular donde tenia agendada su
dirección, también tenía su teléfono pero no deseaba molestarlo. Hasta deseaba
de alguna forma llegar por sorpresa . Si bien él sabía de mi llegada, no sabía
con ciencia cierta ni el día ni la hora. Solo sabía que en esa semana pasaría
por su casa. Pasaría . Eso le había dicho. Como quien hace un alto en su
camino, para saludar un viejo amigo. En realidad mi viaje era específicamente
para verlo pero no deseaba dejar traslucir mi verdadera intención. Primero
debería hacer un estudio del terreno. Las personas cambian con los años y eso
es algo a tener en cuenta siempre. Él muchas veces había renegado de nuestro
pasado. No en forma violenta ni desdeñosa. Sino como el adolescente reniega del
pantalón corto de su infancia. Consideraba todo aquello una época superada.
Deseaba sí como todos nosotros el accionar de la justicia y de alguna u otra
forma había colaborado con los organismos. Yo la última vez que estuve con él
fue a principios de los noventa, vivía en Lujan por aquella época. Se había
divorciado recientemente y estaba preparando su viaje a Arrecifes. Arreglando
los asuntos laborales, más que nada.
Fernando como casi todos nosotros tenía algo de gitano. En esa oportunidad me manifestó su posición con
respecto a todo aquello. Pero mucho agua había corrido bajo el puente. Mansas y
turbulentas. Sonreí. Ahora lo necesitaba para que me acompañe en éste último
asunto. Asunto, que para ambos era personal. No podía pensar que Fernando no
tuviera la misma sensación que yo con respecto a esto en particular. Sabía o
presentía que no era así. Que él a pesar de todo, tendría la misma llama
ardiendo en algún lugar de su memoria. Esperando el viento que la convierta en
incendio. En lengua flamígera que lamiera
hasta los huesos a esos cerdos. Fue tan casual encontrarlos. No los
podíamos dejar escapar. Serra de alguna forma se nos había evadido hacia la
muerte. Impenitente. Estaba muerto, corrompido, eviscerado. Privado para
siempre de su capacidad de hacer daño. Pero los otros estaban ahí , viviendo
sus vidas normales. Normales a su manera. Inmunda manera de ver el mundo.
Podridos también. Pero viviendo. Doblé
la esquina lentamente. Un grupo de
chicos en cuatriciclos conversaban animadamente a un costado. A los 20 metros sobre la vereda izquierda vi
la verja pintada de verde que él me
había descripto. Estacioné con cuidado, prestando atención al estruendo que
producían el grupo de muchachos. Bajé,
crucé la calle y pulsé el portero
eléctrico. Una voz enmascarada por la estática me contestó. Cuando escuché el
sonido del cierre eléctrico empujé la puerta de hierro forjado y avancé por un
estrecho caminito de lajas de pocos metros de extensión, me detuve bajo el
pequeño alero de tejas que precedía a la puerta principal. Esperé. Una mujer
delgada, enjuta, de tez morena me abrió la puerta y sonriendo me extendió la
mano. Me informó que Fernando todavía no venía del Hospital. Que tendría que esperarlo un par de horas , si
deseaba verlo o de lo contrario si yo
deseaba realizar otras actividades volver más tarde. Vacilé. Decidí buscar
algún bar o estación de servicio donde
tomar un café y comer algo, a ésa hora de la tarde tenía hambre. Volví hasta la avenida y divisé una YPF.
Estacioné en la misma y entre en el área de servicios. Solicité un café mediano con medias lunas
dulces que extraje de un exhibidor. Una
vez que la muchacha me lo cobró me senté en un mesa mirando hacia la ruta. Tomé
un Clarín que descansaba sobre la mesa de al lado. Me dispuse a leerlo.