El primero de Julio me encontró
en Entre Ríos. Todos sentimos una sensación de desmembramiento, de vacío, la
sensación que debe sentir el fusilado en el momento que el pelotón eleva sus
armas. A pesar de todo lo queríamos, había sido para nosotros como un padre
omnipresente. Como un ídolo distante. Como la voz de la esperanza que llegaba
del otro lado del mar. Él era la imagen idealizada en los relatos nocturnos de
nuestros padres, en los silencios de patio. A pesar que en realidad nunca quiso la patria socialista. Y quien sabe si ella
hubiera sido montonera.
En esos años conocí a la negra. Vestía unos vaqueros
ajustados y una remera roja que resaltaban la exuberancia de su cuerpo joven y
duro. Exhalaba sexo al caminar. Su marcha de hembra invitaba a olvidar los
asuntos que ocupaban nuestros días. Verla era como entrar en un templo de
Venus. Una invitación a abandonar momentáneamente a Marx, a Lenin, al Che y a
Fidel para arrojarnos en los brazos de
Marylin Monroe.
Eso hasta enfrentarse con
ella. Sus ojos se transformaban
adquiriendo un brillo particular en sus momentos de entusiasmo o tornándose
opacos, como desprovistos de vida cuando
deseaba guardar cierta distancia o cuando la circunstancia así lo requería.
La negra escondía en sí una
gama de negras. Como Jano entre dos espejos.
En un momento citaba “…El odio
como factor de lucha: el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de
las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva,
violenta, selectiva y fría máquina de matar” y en otro instante “Al perderte yo
a ti/tú y yo hemos perdido:/ yo, porque tú eras/lo que yo más amaba/y tú porque
yo era/el que te amaba más.” Los dos Ernestos, dos de las múltiples negras. Dos
mundos en un mismo espacio, o quizás el mismo mundo. Ese mundo en que los
ideales se chocan con la brutalidad y la barbarie. Madre tierra que pares ángeles
y monstruos y los largas a jugar al patio de la vida. Madre desaprensiva.